Es indescriptible lo que le pasa a uno por la cabeza cuando repasa el texto de la ya famosa Ley de la Comida Chatarra. Uno no sabe si revolcarse de la risa o blasfemar en esperanto. Me imagino el momento de la composición de esta ley. Ese despacho congresal, esos congresistas, secretarios, subsecretarios, asesores y […]
Por Aldo Chávez. 29 mayo, 2013.Es indescriptible lo que le pasa a uno por la cabeza cuando repasa el texto de la ya famosa Ley de la Comida Chatarra. Uno no sabe si revolcarse de la risa o blasfemar en esperanto. Me imagino el momento de la composición de esta ley. Ese despacho congresal, esos congresistas, secretarios, subsecretarios, asesores y correveidiles haciendo tormenta de ideas para decidir qué incluir y qué no incluir en la mencionada ley. Sé poco de leyes, pero si así son la mayoría de aquellas que parten del Congreso, prefiero seguir sin saber. Y es que es evidente que esta ley es un producto legislativo muy flojito. Lo único rescatable es su objetivo, “promover la alimentación saludable para niños, niñas y adolescentes”. Todo lo demás es un sinsentido.
Solo me referiré a la absurda censura publicitaria que ha impuesto la dichosa ley. Si me detengo en cada punto donde hace aguas, me extendería demasiado. Esta ley restringe la oferta publicitaria bajo argumentos sin solidez, partiendo de la falacia que determinados productos son dañinos “per se”, cuando en realidad lo dañino no es el consumo de dichos productos sino los hábitos de su consumo y el estilo de vida sedentario de las personas que los consumen. Sin embargo, con la ley ya promulgada, desde ahora quedará en manos de algún censor la calificación discrecional de aquella publicidad que promueva el consumo inmoderado de grasas, azúcares o sodio (entre otros). Y lo que es peor, lo hará sin soporte técnico ni herramientas de medición. ¿Cuánto es moderado? ¿Cuánto es inmoderado?
En definitiva una ley inútil que invita a una enorme cantidad de interpretaciones subjetivas y que solo afecta a la industria formal. Es inútil también porque es reiterativa, puesto que ya existen normas expresas que regulan lo que esta ley pretende, como el Código de Protección y Defensa del Consumidor, el Código de Consumo o la Ley de Represión de la Competencia Desleal.
Lo más grave de todo esto es que confunde el rol del Estado pisoteando principios constitucionales como la libertad de elección, libertad de comercio, empresa e industria y, sobre todo, limita groseramente la libertad de expresión. Sería más recomendable que sus promotores concentren sus esfuerzos en promover campañas informativas que impulsen hábitos de consumo y estilos de vida saludable, sin inmiscuirse en lo que es de competencia personal o familiar. No somos tontos.